POR LAS CALLES DE RECUERDO IV

“Al filo de la madrugada”


 

 

Exhalaba el atardecer de aquel lejano día un rojizo aliento mientras escuchaba de labios de José un relato del que, él, había sido protagonista. A la sombra de este tiempo, bajo un cielo lívido, contemplo la imagen desdibujada de mi recién nacida adolescencia y de mis nuevas ilusiones adheridas como caracoles a un inmenso coral de cristal; la invisible presencia y etérea voz de José. Me gustaba escuchar sus historias, sus sabios consejos aprendidos de la experiencia, su sensato modo de pensar y de proceder me hizo admirarle desde el primer día en que le conocí. La anciana figura de José tejía cintas de anea a la sombra de una majestuosa y centenaria higuera en mi compañía, aquella tarde. El hipnotizador compás de la verdeante fronda que nos cobijaba, fondeada en la brisa, nos envolvía con su maravillosa música, primaveral fragancia de un diáfano abril.

 

Hay que temer a los vivos y no a los que han dejado este mundo. - Me decía, José y añadió- Durante la contienda civil estuve, tres interminables días, dado por muerto. Antes de que me encontraran, fui náufrago moribundo en un mar de eterno silencio donde por techo tenía el cielo, por cama la ensangrentada maleza de una tierra devastada, y sobre mi cuerpo a un pobre hombre que yacía sin vida y al que no podía quitarme de encima. Nacemos siendo cantarinas fuentes que el curso de la corriente, que nadie domina, entrega a un estéril océano nuestro, por derecho divino, heredado sendero de gloria... Por unos instantes guardó silencio y yo respeté su voluntad sin pronunciar palabra.

 

Antes de llegar al cementerio donde trabajaba de jardinero -me contaba José-, una fría mañana de noviembre, víspera de Todos los Santos, me había acercado hasta las riveras del río Andarax para extraer arena. Durante horas, estuve cargando sacos en mi vieja carreta tirada por una plomiza acémila a la que a duras penas podía manejar. De vuelta al Campo Santo, anduve el resto del día adecentando viejas fosas y muros de panteones, sembrando nuevos esquejes de plantas en las orillas de serpenteantes caminos de tierra, cortando malas hiervas... A últimas horas de la tarde, me adentré en pequeño recinto donde solía guardar los aperos de labranza y otros útiles de albañilería. Entretenido en estos menesteres, no advertí el toque de campana que avisaba del cierre del lugar; ya la noche había extendido su manto de sombras. Y allí me quedé, rodeado de un hondo silencio, respirando la brisa de infinita paz que mecían las ramas de los altos cipreses, a merced de la soledad, entre la mejor de las soledades, la soledad de los muertos; resignado por lo sucedido y, a la vez, temeroso del frío intenso de la madrugada. Me cobijé en la reducida caseta y sobre un gran saco de arena, tal era mi cansancio, me quedé dormido hasta bien entrada la madrugada.

 

No podía dejar de ponerme en su lugar a cada palabra que añadía, y un disimulado estremecimiento me hacía temblar de pies a cabeza. Aunque era de naturaleza impresionable estaba realmente fascinada, disfrutando de cada sílaba que José pronunciaba a cerca de aquella historia. Aún hay más - me decía, mientras con la boina se abanicaba el rostro -, pero si no te agrada, acabo aquí mi relato. No, continúe -le respondí-, pero espere un momento, José. Le voy a enseñar un libro que estoy leyendo... Me fui rápidamente a casa y volví como una exhalación. Mire, José, las leyendas de Bécquer, ¡son increíbles!- exclamé- Él sonrió y con un sencillo gesto sin palabras, le entendí: no sabía leer. Yo me desperté - me decía - un gris amanecer entre ciegos aires de guerra, nubes de odio, y cielos de negras estrellas... Ese sombrío paisaje que sólo engendra el hombre.. Era muy joven cuando marché al frente. A mi regreso no encontré a mi familia. Mis padres y mi hermano habían dejado el pueblo donde vivíamos, meses antes de yo volver, al creer que había muerto. Nadie supo decirme dónde estaban, qué había sido de ellos. Toda mí vida ha sido una afanosa búsqueda, por encontrarles. Aún camino entre la esperanza y el desconsuelo, a pesar de mi avanzada edad, y seguiré esperando hasta que llegue el día en que exhale mi aliento final. Un nuevo silencio de José, el cual no deseaba interrumpir, me permitió un tiempo para observarle de forma disimulada. En esos momentos su bondadosa mirada, perdida por sendas de niebla, llevaba a cuestas la cruz de unos sueños sedientos; su rostro era un viejo odre de cartón que destiló el sufrimiento de una continua incertidumbre. Me pareció ver su cuerpo agazapado tras una eterna y lóbrega sombra, mientras en su pecho latía un corazón al que le habían crecido semillas de tallos amargos. José se puso en pie y tomó un buen trago de agua fresca del viejo cántaro que pendía de una de las gruesas ramas de la higuera. Me ofreció agua que yo rechacé, aunque tenía sed, por no estar segura de saber beber sin echármela encima. Él supo el porqué de mi negativa pero no insistió. Sin pronunciar palabra me sirvió agua en una tazón de porcelana, algo descascarillado, que guardaba en un hueco de la higuera. Le di las gracias y de nuevo reanudó el relato de su historia.

 

Bueno, debes de pensar que nada me sucedió aquella madrugada ya que estoy aquí para contarlo. Sí claro, - le respondí- no creo que seas un fantasma. Los fantasmas no beben agua. No; ni respiran. Soy de carne y hueso -decía José-, aunque pronto serviré para criar malvas... En fin, hija, aquella madrugada y antes de los claros del día como el frío era tan intenso me tuve que poner a caminar para entrar en calor. Con un viejo saco y una navaja bien afilada me hice un sayo, a modo de abrigo, y me lo puse. Ni con esas entraba en calor, así que me encasqueté encima de la boina, mi inseparable compañera, un gran plástico, muy, muy grueso, y que en la mañana había vaciado de la cal que contenía. De estas hechuras me fui hacia la puerta de entrada al cementerio para esperar al guarda que solía llegar nada más amanecer. Tras los barrotes de la puerta de entrada y en uno de sus laterales aguardaba el momento de mi liberación. No fui consciente de la reacción que podía producirle a quien me viera de tal guisa, en el lugar donde me encontraba. Así que en cuanto divisé a lo lejos la figura inconfundible de Antonio el guarda, le llamé a voz en grito; su incipiente sordera le impidió oírme. Esperé unos momentos y cuando Antonio había llegado a escasos metros de mí, con imparable frenesí y quizá también impulsado por el frío que entumecía mis músculos, tiré de la cuerda de la pequeña campana del cementerio. Nada más escucharla miró hacia donde me encontraba y al no reconocerme salió corriendo como alma en pena. Mi pobre amigo estuvo durante un mes en el hospital...

 

La naturalidad con que José me contó aquel suceso, aún hoy, me deja perpleja. Al filo de la madrugada, la quietud esperanzada de su voz acompasa mis ritmos y perfila en mi memoria las líneas del primaveral horizonte que abría sendas a mis pasos...

 

Publicado en el Semanario Granada Costa el 14 de abril de 2003.