NOCHE EN GRANADA

 

- Granada, Semana Santa de 1994 -

 

Me encontraba al abrigo de la noche en arduo compás de espera. Era una fiel viajera en esta hermosa tierra. En la soledad de una madrugada de vigilia, desde la atalaya de un gran ventanal del hospital Ruiz de Alda, la infinita mirada de su océano salpicado de destellos celestes me envolvía, le hablaba al sueño inerme; hasta mí llegaba el susurro de una brisa henchida de fragancias, repleta de voces, despertando en mí hondos sentimientos.

 

Mi corazón latía desbocado por la incertidumbre de una palabra amiga que no llegaba. Deseaba oír de unos labios expertos: “todo ha ido bien. El enfermo ha superado las difíciles horas posteriores a la operación y está fuera de peligro”...; pero esas palabras no llegarían hasta pasadas las diez de la mañana. Bajo el marco azul de la noche Granadina, oteaba el insondable y enigmático horizonte estelar.  Frente a mí una amplia avenida me retornaba a pie de calle. Desde el ventanal donde me encontraba podía contemplar, en aquellas horas de la madrugada, un ir y venir de transeúntes y de vehículos a la vez que unas voces en mis mudos labios repetían una y otra vez: musa, ángel, duende..., musa, ángel duende... Granada, no podías ser menos -pensé- Si, de ti nació el universal Federico. Él tenía la inteligencia, la gracia, la inspiración. Era un ángel de luz en su “bosquecillo de laureles. Un ángel que despertaba al duende en las últimas habitaciones de la sangre”. Un duende que agitaba su alma, que le hería y le curaba. En esa curación de la herida que nunca se cierra está lo inventado de la obra de un hombre. -“Teoría y juego del duende” (Lorca, Buenos Aires, 1933)- Dejé que mi mirada, aún estando sumida en estos pensamientos, se posara al pie de unos frondosos pinos. Y la imaginación hizo el resto: le vi paseando bajo los altos pinos que desde la ventana podía alcanzar en raudo vuelo. Unos arraigados versos emergieron desde la hondura del pasado. Yo, aquella fiel viajera, había sentido el maternal abrazo de esta tierra. La desnuda o verdeante mirada de los álamos, en formación a mi paso, en un tiempo de semanal peregrinación, al hospital Ruiz de Alda, desde Almería a Granada. “...Hacia ti voy Granada./ Con el alba, de nuevo,/ vuelvo a ti y de mi vida, / esta mi alma te  entrego, / dulce madre adoptiva...” En estos viajes de ida y vuelta, y mientras mis todavía adormecidos ojos recogían las primeras luces de la mañana, podía ver la figura erguida, sonriente, de Federico, en cada recodo del camino, en cada fuente, bajo los árboles, en cualquier esquina, ante la oscura pared de una aciaga noche... Le sentía vivo, percibía su mirada latente en cada brizna de aire, en cada surco desgajado de la tierra. Sin más, otros escondidos versos deseé entregar al silencio, despacito, dejando cada sílaba en el aire, cada nudo de emoción contenida; quizá, en un ingenuo deseo de hacérselos llegar en el tiempo: “...Triste mirada es la mía/ al paso de tu figura./ Cuando el alba renacía/ estaba lejos del mar. /Triste cortejo es mi vida/ viajando por tus aceras, /prófuga del sol, herida, / vestida de soledad./ Sellando huecos abiertos/ ando a través de la noche./ Lágrimas que esparce el viento/ dejo en tu piel al pasar. /Triste canción, ¡oh Granada, / vergel de amor y hermosura!, /para otra triste mirada, / que yace bajo tu suelo/ preñada de juventud./ Entre álamos asoma/ la huella de esa mirada./ Siempre al volver me recuerda/ la luz que nació del Sur.” Después permanecí largo tiempo con mis ojos perdidos en la noche.

 

Aquel éxtasis contemplativo fue interrumpido momentáneamente por unas personas que, tras pasar por delante de donde me encontraba, se dirigieron a una sala contigua. En aquellos momentos decidí caminar; aunque más tarde - pensé-, y para despejar mis ojos de la neblina del sueño, volvería a buscar aquellas tiernas voces en el aire de la noche. Debido a mi timidez, quise evitar el encuentro con las personas que acababan de ocupar la sala de espera; opté por dirigirme hacia el pasillo de un área opuesta y vacía de personal. El mencionado pasillo se hallaba en penumbra, pero esto no me detuvo. Continué caminando por él y recorriéndolo en toda su extensión, con la única iluminación que llegaba desde el remanso de las escaleras de acceso a la planta. Uno de los laterales del pasillo estaba ocupado por una hilera de camas hasta el final de su recorrido. Muchas de ellas tenían colchones sin cubrir; otras estaban debidamente preparadas para su uso. Sentí la tremenda e irrefrenable necesidad de tumbarme en una de ellas, pero no lo hice. La quietud encumbrada en la penumbra acalló los suspiros somnolientos que invadían mi zozobra. Aún faltaban algunas horas para el primer rayo de sol, el cual no deseaba ver llegar. Sin saber porqué, quería alargar el momento en que la madrugada alcanza su cima. Me encontraba bien en aquel tiempo de soledad, atrapada en un silencio repleto de voces que me hacían sentir viva. Decía Federico que, “La creación poética es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces, no se sabe de dónde y es inútil preocuparse de dónde vienen.” Granada estaba repleta de voces que me hablaban, que me acompañaban en la soledad de aquellas horas haciendo florecer poéticas semillas.

 

Antes de expirar la noche, cómplice de mis paseos, volví a entregar mis ojos al cielo de Granada, a respirar su amorosa brisa, a sentir su maternal abrazo, a susurrar incipientes versos, apenas inspirados por el momento, antes de volver a recorrer aquel solitario pasillo y sucumbir ante una de las camas que me invitaban a sentarme; más tarde a tumbarme furtivamente. Allí, por unos minutos, el sopor de un sueño maltrecho hizo desaparecer la magia del momento acallando aquellas voces, y apoderándose de mí voluntad irremediablemente...

 

Publicado en el Semanario Granada Costa el 6 de octubre de 2003.