UNA RIADA PASÓ POR BELÉN
(1ª parte)



 

-A dos compañeras de viaje / A un difícil momento/ A sus abiertas sonrisas. -

 

La tarde de verano somnolienta, eterna en su caminar bajo un sol dantesco, sesteaba por entre las palmeras recién plantadas en la rambla de Belén. La blancura del mármol, veteado por hilos de cal secos, hacía daño a mis ojos. Multitud de diminutas gotas de agua formaban una extensa alfombra de lunares como puntas de alfiler. Observaba extasiada el sonido del agua, cambiante con cada nueva figura, a su salida de los grifos por donde manaba; su tintineo cálido y acompasado me hipnotizaba en la tarde borracha de sol. El lugar se trasladó en mi mente a otro tiempo ya pasado, muy distinto del escenario que contemplaba. En él aparecieron las figuras de Teresa y Clara; junto a ellas los fotogramas de un día aciago.

 

La rambla de Belén, en aquel tiempo, se había convertido en el eje de la ciudad. De un lado la ciudad de siempre, entrañable, con sus calles peatonales, su casco antiguo pleno de historia y leyenda; del otro, la ciudad moderna e incontenible. Su amplio y sediento lecho terroso de varios kilómetros de longitud, daban cabida en uno de sus tramos a las pistas de varias autoescuelas; otros servían de aparcamiento para todo tipo de vehículos; algunos de sus puentes daban cobijo a mendigos y gentes de difícil vivir. Hasta el abierto mar de la bahía llegaba en su recorrido, salpicado de matojos y delimitado a ambos lados de su cauce por hileras de frondosos árboles. Altas moreras rozaban el azul del cielo y extendían sus ramas vigorosas sobre el asfalto. Para llegar al Instituto donde cursaban sus estudios de bachillerato, Teresa y Clara recorrían un largo trecho de la rambla de Belén. Ambas cruzaban a diario por un badén amplio y sin puente, el cual en numerosas ocasiones servía de asentamiento a los circos que llegaban a la ciudad. La ansiada lluvia, el mejor regalo de los cielos para una sedienta tierra, aquel día llegó en forma de riada. El circo Price había instalado su gigantesca carpa la víspera de la catástrofe, y fue víctima de la implacable acción de la naturaleza.

 

Algunas de las ventanas del Instituto Femenino, por donde Teresa y Clara asomaban sus cándidas miradas de adolescentes, formaban parte del aula de cuarto de bachiller. Por ellas, solían huir de la realidad para sumergirse en un mundo de fantásticas emociones, de sueños; aquel día la lluvia era cómplice de sus devaneos. Teresa y Clara veían extasiadas resbalar por el cristal los ríos terrosos en forma de pequeñas culebrinas formados por la lluvia. Una densa cortina de agua bajaba del cielo poseída de una fuerza invisible; a través de ella, las siluetas de los edificios habían desaparecido. No pudieron reprimir una exclamación de asombro; toda las alumnas de la clase, incluida la profesora, en décimas de segundo quedaron apelotonadas, como estatuas petrificadas, tras los cristales tapizados de espeso barro. -¡Vuelvan a sus asientos, la clase aún no ha terminado! Les ordenó la profesora con gesto nervioso y apesadumbrado. Teresa y Clara se sentaron en sus respectivos pupitres sin poder apartar sus miradas del exterior. Clara no pudo evitar que el llanto aflorara a sus ojos, en el mismo instante en que el timbre del Instituto anunciaba el final de las clases. Una honda emoción quedó suspendida de la atmósfera del aula. El desalojo del aula fue inmediato; pero ambas amigas quedaron rezagadas, y decidieron esperar a que pasara el descomunal alboroto que recorría los pasillos. Cuando quedaron a solas pudieron ver, tras asomarse nuevamente a las ventanas, el enorme caudal que llevaba la riada. Era un caudal incontenible, desbordado, repleto de ramas de árboles, de sillas, de jaulas, de enormes trozos de lona, y lo más atroz que pudieron contemplar en la distancia: vehículos navegando sin control en aquel oscuro oleaje. Y sintieron la pavorosa incertidumbre de no saber si había personas en el interior... Entre ellas se produjo el más absoluto de los silencios. Se sintieron testigos impotentes de lo que acaecía. Una al lado de la otra estuvieron largo tiempo sin pronunciar palabra. Clara rompió ese silencio para hablarle a Teresa de su vida; aunque eran amigas desde hacía algunos años, siempre le ocultó el permanente sufrimiento en que vivía.. Con la mirada perdida en el infinito puso voz a sus pensamientos... -Mi vida es como una riada permanente; no tiene fin. Teresa, sorprendida, no sabía si reír o llorar. -No digas tonterías, Clara. ¡Tan teatral cómo siempre! Dedícate a contar historias, amiga mía. Clara se puso frente a Teresa y mirándola a los ojos comenzó sus confesiones. -He querido, en muchas ocasiones, contarte lo que me ocurre; por favor, no me interrumpas. Cuando me conociste era un ser solitario. Siempre a solas con la constante angustia que desde hace años padezco en silencio. Siempre disimulando, aparentando, hambrienta de paz, de unas migajas de felicidad inalcanzable, de tantas cosas sencillas ajenas a mí. Teresa con voz entrecortada le ofreció un pañuelo a Clara. -Anoche le pedí a Dios, y no es la primera vez, que me llevara con él. -¡Clara, me estás asustando! No sé que decir; nunca te he escuchado hablar así... A Teresa le sudaban las manos; sin pensarlo dos veces, abrazó a su amiga con gesto maternal. -¿Quién o quiénes te hacen sufrir? Vamos a ver... No estás enferma, no hay malos rollos con en tu vida, tu familia es estupenda, excelente... ¿Qué es...? Clara rompió a llorar interrumpiendo a su amiga. -Lo último que has dicho, no es verdad. ¡Una familia excelente! ¡Es mentira...! Aparentamos ser una familia normal, excelentes... Su enorme y exaltado torrente de voz, hizo enmudecer el sonido de la lluvia. ¡Mis padres se llevan mal, Teresa! ¡En mi casa hay una muy mala y violenta convivencia de puertas para dentro! Y yo siento que esta mala convivencia está minando mis jóvenes años. Teresa, la interrumpió. - Nunca he imaginado... Bueno la verdad, si no te conociera pensaría que estas mintiendo... -Es difícil de imaginar por su forma de proceder ante los demás. Es imposible de imaginar, por ti, tal y cómo actúan en tu presencia; por favor, créeme, te estoy diciendo la verdad. Teresa he decidido irme de casa, aunque no sé cuándo lo haré porque me falta valor; pero lo haré, quizás dentro de un tiempo, quizás hoy mismo o mañana, en cualquier momento, si mi vida no cambia. Teresa le cogió ambas manos -No lo hagas Clara. ¿Adónde vas a ir? ¡Es una locura! Quizás con el tiempo todo cambie... Clara negó con la cabeza y continuó. -No lo aguantaré. Tengo miedo de estos pensamientos míos, profundamente enraizados en mi voluntad, de acabar con todo; también con mi vida... Estos malos pensamientos son una continua tortura porque creo en Dios... Ayer noche tenía un presentimiento; como aquel día del accidente de mis padres... ¿Te acuerdas...? Ayer te lo comenté. Yo sabía que hoy iba a ocurrir alguna desgracia; pero pensaba en mí... Teresa era consciente del mal estado anímico de Clara. Ésta tenía en sus manos el pañuelo de papel, que momentos antes le había dado, el cual había desmenuzado e ido tirando a sus pies sin darse cuenta. Clara continuó hablando y hablando, imparable... -Te imaginas si cruzo por el badén en el momento de... Debería haber cruzado; ahora estaría muerta... ¡Estaríamos muertas...! Cuando acabó, agotada, y tras un largo silencio el cual Teresa no interrumpió, Clara añadió. -Perdóname por estos malos momentos... Lo siento... Teresa la conocía bien y sabía que Clara, más tarde, sentiría pudor por lo que le había desvelado de su vida. Junto al gran ventanal, Teresa y Clara permanecieron, en total silencio, observando el cielo. Éste había perdido parte de su opacidad y ya apenas llovía. Por esos extraños caprichos que tienen el sol y las nubes, el arco iris se dejaba ver a lo lejos. Clara sentía que sus músculos se habían convertido en una gran masa aletargada tras el paso de la riada del alma. Está , a través de su voz, había descargado en cinco minutos el caudal acumulado durante años en su joven corazón; también le había abierto una vía de escape a su íntima tristeza...

 

En su recorrido, de vuelta a casa, Teresa y Clara pudieron contemplar el circo desmembrado, ahogado, enterrado en fango... Ese mismo día, horas más tarde, quedarían conmocionadas por la triste noticia de la desaparición de los padres de Teresa. El coche en el que viajaban había sido arrastrado al mar por el imparable y frenético curso de la riada...

 

Publicado en el Semanario Granada Costa el 16 de junio de 2003.