POR LAS CALLES DEL RECUERDO III

“AZULES Y ESTRELLAS”
 


 

La tarde enmarcada entre brisas de azules y cálidos reflejos, esparcía en el aire el alegre murmullo de nuestras voces infantiles. Ilusionada y desbordante de alegría caminaba entre un reducido grupo de alumnos, todos ellos pertenecientes a un mismo curso, del entonces llamado colegio de la Almedina. Como cada jueves, guiados por la maternal figura de doña María, mi querida y añorada maestra, desde las mismas puertas del colegio iniciábamos nuestra festiva andadura. En nuestro recorrido atravesábamos las calles de la Almedina y de San Juan, la plaza de Pavía, la calle de San Idelfonso. A los pies de una de las grandes murallas de la Alcazaba, de Almería, y tras escalar la empinada cuesta del Rastro, estaba nuestra meta final. En este privilegiado enclave, y en un recoleto rincón compuesto por algunos bancos de piedra pintados de cal y algún que otro arbolito, nos sentábamos para escuchar de la serena voz de doña María los avatares históricos de esta inmensa fortaleza de muros coronados.

 

Una vez llegados a aquel mágico entorno, y sin apenas tomar un sorbo de aire, unas inagotables fuentes de energías secretas nos impulsaban a correr y a saltar como si fuéramos tiernas gacelas en sus primeros juegos. En aquel reducido espacio, un encalado mirador servía de balcón a nuestras tiernas miradas. Desde allí, podíamos otear un panorámico paisaje hasta donde nos alcanzaba la vista; a nuestros pies, un intrincado laberinto de casitas blancas, de calles sinuosas, estrechas y empedradas, tenían el más bello telón de fondo que el más grande de los pintores deseara contemplar para plasmar en un lienzo: la inmensa acuarela multicolor de la bahía. En esos momentos, aislada del mundo, dejaba volar mi fantasía. Me veía en el interior de la Alcazaba, cautiva entre sus murallas, bebiendo de sus canoras fuentes, danzando envuelta entre las verdes fragancias de su fantástico edén. Al horizonte, la mar extendía su plateada alfombra de lentejuelas; y al arribar sus aguas a las interminables y serpenteantes orillas sedientas, todo su azul reflejaba un sinuoso e infinito sendero de cristal salobre. Desde esta privilegiada atalaya me convertía en una espectadora anclada en el tiempo; sobre la mar tenían lugar mil y una batallas: invisibles odiseas de valientes guerreros luchando, cuerpo a cuerpo, por conquistar esta hermosa tierra... Y tras la mar y el horizonte en calma, mi mirada revoloteaba en la brisa cual gaviota blanca sobre un velero de ensueño queriendo alcanzar otras orillas...

 

Antes de oscurecer volvíamos sobre nuestros pasos, después de contemplar el último aliento de un sol rojizo en su diaria agonía. Aquel lejano día, al regreso de la excursión, me aguardaba una inesperada sorpresa. El tío Juan regresó de su incansable peregrinaje por el mundo. Siempre añoré de él su placentera sonrisa de niño, su alma sedienta de cielos rasos y transparentes. En esta ocasión acudía a mi encuentro de una manera muy especial. Durante todo aquel día, sin saber el motivo, un hondo presentimiento me rozaba la piel. Mi querida maestra nos fue dejando en nuestros respectivos hogares como si fuéramos los más preciados tesoros que poseyera. Pero no deseaba entrar en casa; los fantásticos sueños vividos, aquella tarde, fueron el origen de una honda ansiedad; también oía una voz interna que me decía, qué algo iba a suceder. Por ello, deseé permanecer sentada a la puerta de casa observando el ir y venir de los transeúntes.

 

En aquel lejano atardecer, las calles Borja y el Clarín lucían adornadas de numerosos farolillos de colores. La jocosa ornamentación, de éstas, era obra de Joaquín. Mi recordado amigo Joaquín era disminuido psíquico. Desde que le conocí me entristeció su soledad y aislamiento. Día tras día, frente a la ventana tras la que Joaquín, semioculto, veía pasar la vida entretejida de sombras y de distancias, fui testigo de su infelicidad; también, en ocasiones, de sus esporádicas escapadas del cautiverio familiar. Esos días en el que gozaba de unas migajas de libertad, Joaquín se convertía en el creador y principal protagonista de las más increíbles fantasías. Una de ellas era cuando decidía engalanar las calles Borja y el Clarín, sin importarle la fecha que marcara el calendario, como si fueran las fiestas patronales; siempre participé en el espectáculo que me regalaba su desbordante ingenio; nunca nadie coartó sus deseos. Con él me convertía en actriz representando un papel no estudiado. En ese guión invisible me dejaba construir, de forma improvisada. mi particular diálogo; en otras, junto a la chiquillería del barrio, peregrinábamos detrás de un paso procesional que construía con sus propias manos y sobre el que ubicaba una pequeña talla religiosa.

 

Aquella tarde, desde la puerta de mi casa vi apelotonados frente a la casa de Joaquín a numerosos niños. Al observar que todos miraban hacia el otro extremo de la calle y que reían sin poder contenerse, me acerqué hasta donde estaban. Y contemplé, gratamente sorprendida, a una persona de mediana estatura vestida de payaso que avanzaba con bastante dificultad calle arriba. Y a Joaquín que corría como un vendaval en febrero aireando la noticia. Al momento, todos los vecinos, de ambas calles y de los alrededores, acudieron junto con ocasionales paseantes para contemplar el hecho. El payaso, una vez llegó donde estábamos, comenzó a extraer pequeños globos de colores de dos grandes bolsillos laterales de su vestimenta, y, a medida que les insuflaba aire, los dejaba ir a voluntad; más tarde, bandadas de caramelos nos llovían de sus manos. Una descontrolada algarabía hizo que nos arremolináramos en torno a él y, sin querer, le hiciéramos caer al suelo. Los grandes zapatones que llevaba le impedían levantarse, lo que provocaba sonoras carcajadas entre los presentes; igualmente, avanzar para escapar de nuestro cerco; a pesar de la caída, el payaso parecía disfrutar de la situación. Una vez que consiguió ponerse en pie, no sin gran esfuerzo, se abalanzó sobre mí y me alzó cariñosamente entre sus brazos. Sin pronunciar palabra, el desconocido payaso se reía y se abrazaba a mí. Y yo, enfadada por los efusivos abrazos con que oprimía mi cuerpo, le arranqué la enorme nariz roja en forma de media mandarina de su cara; sin poder contenerme, igual suerte corrieron la peluca rojiza y el sombrero sobre el que ondeaba en uno de sus extremos una anémica margarita. Él continuaba riendo y riendo sin parar. Y fui consciente de qué no era Joaquín cuando me llamó por mi nombre ¡Era, para mí asombro, la inconfundible voz del tío Juan!

 

La imagen del tío Juan aún subyace en mi mirada encuadrada en grises fotografías. En ellas aparece vestido de minero, de labrador, de marinero, de soldado... Tras largos años de tácita ausencia volvía de sus andanzas por el mundo mi querido tío trashumante soñador, labriego de esperanzas y de amores, trovador tras los pasos del destino. Nos contó que antes de aparecer por Almería había pasado dos semanas en Albuñol, el pueblo granadino que le vio nacer. En Albuñol estuvo visitando la casa de sus padres, la fragua donde su padre forjaba el hierro, las viejas bodegas que, según nos relataba, aún conservaban intacta entre sus muros la vieja solera de antaño; antes de marcharse, frente al mar escuchó el acariciador eco del oleaje que siempre ponía sonido a sus sueños. Tras este paréntesis de reencuentro con la tierra donde nació, llegó a Almería para reunirse con el circo procedente de Alemania en el que llevaba trabajando varios años. Aquel día, una nueva fotografía le inmortalizó con su festivo atuendo de payaso; junto a él, mi amigo Joaquín y yo posamos sonrientes. Después de aquel día, transcurrieron treinta años hasta que tuvo lugar un nuevo reencuentro. En esta ocasión, el tío Juan vendría por ultima vez. Al mes de su llegada iniciaría el viaje más largo de su vida: un viaje del que nunca más regresaría.

 

Aún no ha dispersado el reloj del tiempo la vieja melodía con la que solía hablarme de su vida; aún, su imagen me sobrevuela. Junto a ella veo mi mirada, tras su despedida, oteando el horizonte de la distancia; también el lejano día del adiós no pronunciado de Joaquín, mi amigo del alma. Hoy, al volver la vista atrás; se me derrama una ternura incontrolable al prender del olvido aquellos momentos; al volar aquellos cielos de aires desprendidos, de vientos que alzaban la quietud. Me reconforta, desde esta fiel lejanía, escuchar mis risas de niña y ver pasar las secuencias aletargadas de aquel tiempo feliz: un tiempo que aún me acompaña...

 

El aire me ha traído hoy la irisada brisa de aquellos azules y cálidos vientos, y a él entrego encontrados aliento florecientes de ternura por una fiel compañera: la Alcazaba. Ella por siempre ha alumbrado y seguirá alumbrando mi alma sedienta de azul, mis más íntimas añoranzas en interminables noches, con el mágico universo inextinguible del calor de sus candelas. Es eterna vigía anclada en el horizonte, asomada al cristal de la ventana desde donde veo pasar la vida; y continuará al acecho de mis nostalgias, hablando a mi soledad... Para ella son estos versos extraídos de un poema y que deseo poder esparcir en el aire, con mi último aliento, en la despedida... “Cuando mis ojos surquen otra orilla, / donde flota en la brisa tu nobleza / dejaré la flor más pura y sencilla. / Al partir, soñaré con tu belleza.”

 

Al costear hoy con la brisa su nobleza amurallada, la he contemplado sin reflejos de agonía bajo el azul del mismo cielo. Con ella, ha deambulado hoy mi ser rozando el esplendor de antiguas estrellas renacidas.

 

Publicado en el Semanario Granada Costa el 3 de marzo de 2003.