POR LAS CALLES DEL RECUERDO II

AL FINAL DE LA ESCALERA

- Para Elisa -



 

Siempre tuve miedo, en aquella casa señorial donde Elisa trabajaba como cocinera, de una estrecha y mal iluminada escalera ubicada en el primer piso, y de una enorme y desafiante puerta cerrada con llave que parecía ocultar algún arcano secreto a mis ojos de niña.

 

La tarde, calurosa, había despertado de su siesta estival inundando el aire de rojas saetas. En mi piel se agostaba, en forma de lirio candente, la lacerante brisa incendiada por un sol de altas espadas de fuego en esta tierra del Sur. De la mano de Elisa voy caminando por la empedrada y peatonal calle de las Tiendas, dando patadas a una bolita de papel que se había cruzado en mi camino. Mis más ocultos pensamientos, iban a la par, ideando la estrategia del ansiado y, a la vez, temido descubrimiento: el momento de subir aquellas tétricas escaleras, de traspasar la desafiante puerta para ver qué se escondía tras de ella. No sabía cómo podía doblegar mi desbordante curiosidad; me sentía cautiva del sol, de la mano de Elisa, y de aquella habitación. A casa de los señores de Menéndez, nos dirigíamos aquella incombustible tarde.

 

Recuerdo a Elisa como una mujer de sano humor, valiente ante las adversidades de la vida, esperanzada. Siempre que se lo pedía, me llevaba con ella a casa de los señores de Menéndez. Allí, era muy querida por su excelente mano para los guisos y sobre todo por los riquísimos dulces que sabía preparar; las amigas de la señora, yo fui testigo en multitud de ocasiones, le proponían que trabajase para ellas aunque, Elisa, nunca aceptó. Se mantuvo fiel a esta señora, amiga suya desde la infancia, y a quien la vida había sonreído con mejor fortuna que a ella.

 

La señora Antonia de Menéndez -según me relató tiempo después Elisa, se llamaba de soltera Toñi Martín-, contrajo matrimonio con el acomodado señor Bonifacio Menéndez Castro el cual era dueño de una tienda de telas para confección. Gracias a este matrimonio, Toñi, que en sus años mozos destacó por ser algo bruta y mal hablada, se convirtió en una mujer muy refinada, bastante devota y amante de las reuniones parroquiales. Esta buena mujer solía recibir en su casa, todos los martes, a sus más fieles convecinos. Después de merendar y de dar un repaso a los cotilleos del momento, siempre con la mejor de las intenciones, según le decía a Elisa, y sin ánimo de criticar al vecino, conducía el rezo del rosario.

 

Y aquélla tarde nada más traspasar la puerta que daba acceso al salón, desde la cocina, ambas pudimos escuchar la fina y atiplada voz de la señora, Antonia, entonando la canción, -“Mambrú se fue a la guerra//qué dolor, qué dolor, qué pena...”, a la vez que colocaba un jarrón en la mesita del recibidor. Elisa, con su desenfado habitual, comentó en voz muy alta: - ¡ay, Toñi, Toñi, con lo fácil que es y, la pena, es qué no das ni una...! En aquellos momentos no entendí a Elisa. Encogiéndome de hombros la miré, me solté de su mano y corrí al interior de la casa en busca del viejo gato de la señora; no siempre le cogía descuidado; es más, creo que me olía. Yo era muy efusiva en mis demostraciones de afecto al animal y seguramente no le debían de hacer ni pizca de gracia. Al poco de dar por finalizada la búsqueda, me senté en una esquina del sofá y ojeé el misal que dejaba la señora, Antonia, en la mesita de la costura. En esos momentos, el señor Bonifacio me sorprendió por detrás con un agudo pellizco a modo de saludo. – ¡Qué rica! Me levante catapultada conteniendo un grito de dolor. – ¡No te habrás asustado, monita! Me quedé mirándole fijamente, con los labios apretados. Dejó de hacerme caso y se dirigió a la sala contigua. Aunque, yo, sabía que el buen señor volvería al ataque, por unos momentos, dejé de pensar en él al atraer mi atención el costurero de la señora Antonia. Sin pensármelo dos veces, cogí la almohadilla de los alfileres y me la sujeté a una de mis muñecas; así estuve un buen rato cambiando los alfileres de posición.

 

Mi despierta imaginación no tenía límites; no me dejaba en paz la idea de descubrir lo que ocultaba aquella secreta habitación, aun siendo miedosa. Desde donde me encontraba podía escuchar a los señores hablar a cerca de mí y, por lo que intuía, de la habitación del final de la escalera. Mis infantiles oídos, convertidos en imantadas antenas, recogían las sugerentes ondas de aquella conversación en la que la señora advertía a Elisa y al señor: - Hay que tener cuidado con la niña; y sobre todo, ¡vigilar para que no entre en el cuarto de arriba!...

 

Los andares del señor Bonifacio captaron, de nuevo, mi atención. El señor, al andar, tenía la costumbre de restregar las suelas de los zapatos por las baldosas. Desde el rincón del sofá de la salita, donde me encontraba, intenté no mirarle al ver que venía hacía mí. Cuando el señor levantó su mano para coger mi brazo, temiéndome la llegada de otro agudo pellizco, inconscientemente, levante el brazo que momentos antes rodeé con el alfiletero. No tuve ocasión para advertirle y cuando se dio cuenta ya era tarde para retroceder. En su mano ondeaban los aceros de la almohadilla mientras los sacudía como un poseso y profería adjetivos incomprensibles. Como impulsada por un invisible resorte, eché a correr sin mirar. En un suspiro alcancé el primer piso y continué hacia el último, oscuro y temido tramo de escalera. Aquella gigantesca puerta, ¡tenía la lleva puesta en la cerradura! Y decidida, abrí y pasé al interior. Y me di cuenta de mi hazaña: estaba dentro de la habitación del final de la escalera... Allí, acurrucada en un rincón, dejé correr un irrefrenable y entrecortado llanto.

 

En medio de aquella tremenda oscuridad y silencio me sentí observada... Del piso de abajo me llegaban las voces de los señores, de Elisa, y de alguien más a quien no conocía, llamándome. Comprendí que me estaban buscando, pero no podía articular palabra alguna. Al ser consciente de dónde estaba, busqué desesperadamente un hálito de luz. Y pude ver una finísima claridad, frente a mí, que provenía de una pequeña rendija del postigo de una ventana. Muy despacito, fui palpando las paredes con mis temblorosos dedos, a la vez que mi cuerpo se cernía como un cedazo, hasta encontrar el interruptor de la única y anémica bombilla de aquella estancia. Con los ojos cerrados y mis manos sobre ellos como dos losas, entre suspiro y suspiro, giré sobre mí misma... Y lo qué pude ver me dejó paralizada. Ante mí tenía dispuestos en hileras, como si estuviesen preparados para desfilar, amenazantes, distantes, fríos, a quiénes habían sido los culpables de mis más terroríficas pesadillas: los más altos gigantes cabezudos que había visto desfilar en las cabalgatas de feria y a los que nunca me atreví a mirar de frente. En mi desesperación por salir de aquel terror, abrí la puerta en el momento en que entraba la señora Antonia seguida del señor Bonifacio y de Elisa. Sin pensarlo un instante, corrí a refugiarme debajo de las faldas de Elisa. La señora Antonia y el señor Bonifacio, se dirigían hacia mí con no muy buenas intenciones y, en un intento de alcanzarme, dieron un soberano empujón a una de las gigantescas tallas que nos rodeaban. Ésta, comenzó a tambalearse con tan mala fortuna, que se le soltaron ambos brazos del armazón de madera que los sujetaba. Y cayeron sobre las espaldas de los señores, los reales brazos de Isabel la Católica... Aún recuerdo, qué escapé de allí, como caballo desbocado, escaleras abajo; qué sorteé en mi carrera innumerables obstáculos; qué me crucé con un grupo de personas que acudían, alarmadas, por el griterío de los señores... Pero, yo, seguí con mi imparable carrera...

 

Algunas semanas después, aún llevábamos el susto en el cuerpo. -¡Menuda la que armaste!- me comentaba una tarde Elisa-, ¡menuda...! Bueno, y si no me despidieron... ¡Un milagro, fue un milagro! Y qué, a los señores no les ocurriera nada serio... ¡Un milagro! Aún me parece estar escuchando sus últimas palabras, antes de darme las buenas noches, aquel caluroso día: -la verdad..., pensándolo bien, hija mía, Isabel La Católica era toda una real talla, una mujer de mucho, mucho peso...

 

Publicado en el Semanario Granada Costa 10 de febrero de 2003.