POR LAS CALLES DEL RECUERDO
TIEMPO DE REENCUENTRO
 


 

Con mis ojos inquietos// vuelvo a la infancia // donde palomas blancas// se ocultan de mí. // No sé dónde han quedado // los mágicos espacios // donde juntas crecimos. // No sé adónde se fueron // aquellas mañanas: crisol de sueños... // Y así, sin darnos cuenta, // se nos fue la vida...

 

Desde la lejanía que me han otorgado los años, invadida de una gran ternura y de una escondida nostalgia, hoy, he vuelto a recorrer las calles de la niñez a través de los fotogramas que impregnaron mi memoria. Las imágenes han asomado envueltas de la niebla que insertó el tiempo; he oído voces y he podido sentir en mi piel el aire gris de aquellos años de incertidumbre, de necesidades, de sacrificios, de esperanzas: palomas de blanco planeaban, tímidamente, sin yo saberlo, el horizonte de un pródigo futuro. En mi infantil inocencia era ajena a cuanto sucedía a mi alrededor.

 

Desde esta fiel lejanía, he recorrido la entrañable plaza de la Catedral; las calles: Real Almedina, Borja - mudo testigo, en la noche, de mis primeros llantos -, de San Juan, el Clarín, plaza de Pavía... Calles estrechas, algunas de empinadas cuestas, tranquilas, de gentes humildes, cercanas; todas ellas impregnadas de olor a cal, a salitre. Como siempre que las recorro, hasta mí llega el olor al aceite de las bicicletas del viejo taller donde solíamos escondernos en nuestras carreras imparables, impetuosas, en aquellos divertidos juegos de atardecer sediento. Un dulzón aroma me trae el viento de los viejos vapores que despedía la bodeguilla donde se vendía licor de anís; también, el olor a pan recién hecho de la tahona; y me parece estar escuchando la voz de algún vendedor ambulante; la inconfundible y circense voz del vendedor de molinillos de viento y tras el que peregrinábamos, todos los niños en procesión, entre la algarabía y la despreocupación. Contemplo la Alcazaba anclada en el azul, como odalisca del más bello encuadre pictórico; y a cada paso emergía contemplándome, majestuosa, inexpugnable, entrañable, interesando mis ojos de niña. En las festivas noches de finales de agosto por sus altos barandales de piedra manaban gigantescas fuentes en erupción, incombustibles, de atronador caudal; las tenía tan cerca, que con tan sólo extender mis cortos brazos me parecía estar envolviéndolos en sus mil y uno luminosos hilos de colores...

 

“... Oh, Blanca Navidad...” La melodía de este conocido villancico, cantado por un reducido grupo de artistas ambulantes, me devolvió al presente. A dos semanas de la Navidad, las aceras del céntrico Paseo de Almería estaban repletas de gente. De pronto, me sentí espectadora entre la vorágine de un mar humano en su carrera navideña. En él me vi flotar, como en un océano rebosante de islas inexpugnables, entre mareas de sueños, de ilusiones; quizá, de escondidas tristezas, de carencia de afectos... Yo, era una isla más entre corazones que disfrazan su soledad de pródiga indiferencia; una isla más en aguas de cotidiana indigencia..., Y sin mover los labios, involuntariamente, éstos me susurraron las palabras: espíritu navideño. Busqué en mi interior el viejo espíritu navideño. Al no obtener respuesta pensé: ¡cuál fácil sería hallarlo, si pudiera retornar a la infancia y aprehender aquellas tiernas ilusiones! Sentir, de nuevo, aquel cristalino y frágil espíritu inmaculado; el mismo, que en un suspiro nos resquebraja la vida.

 

En la noche anterior al día de Navidad, de madrugada, después de muchos meses de ausencia, el mejor de los Reyes Magos me sorprendía con su llegada. Entraba, furtivamente, cargado de escasos regalos rebosantes de cariño. Días antes presentía su llegada. Las navidades eran días mágicos, de felicidad, de reencuentro... Hay un escondido aunque no olvidado cajón del recuerdo de donde rescato una vieja y querida fotografía: la que encuadró mi inquietud inocente, sus ojos abiertos de incertidumbre, mi cuerpo tierno y menudo con risa de niña perdida. Hay muchos colores plasmados en blanco y negro junto a la sombra de unos cuerpos sujetos a aquel tiempo. Mi querida y vieja fotografía me devuelve, siempre, una mirada de amor contenida y que permanece impresa en las siluetas que dejaron los labios.

 

Al recorrer los pasillos y las estancias de la casa que compartió mi niñez, desde un plano interpuesto, puedo contemplar aquel espacio real de mi vida: escenas cotidianas, suspendidas del ayer, me reclaman al pasar abriendo la ventana de mis ojos con deseos que quedaron sin mirada. En aquellas deslucidas estancias planean risas y turbias realidades. Hay una dulce brisa que escala el patio de mis juegos inocentes y de sus muros de cal desprende momentos, ya olvidados: los momentos más fugaces de mi vida.

 

Mientras camino los pensamientos se me agolpan en la mente buscando palabras en la lejanía, plenas de inspiración y de deseo, con las que poder construir un arco iris en la noche. Palabras que me hacen escuchar la voz de aquel Rey Mago en su nuevo ir y venir preparando el viaje, sus escapadas implacables al reloj, la despedida, la espera... Tras su marcha me sentía envuelta de una triste y gris monotonía. Monotonía que moría con el día y en la noche alcanzaba la luz del viejo farol de la calle alumbrando el sonido de unos pasos solitarios, y la respiración fatigada del aire de la noche que atraía la atención del latido tenue de este corazón somnoliento...

 

De vuelta a la realidad me pregunto, dónde se quedó aquel infantil espíritu navideño; en qué oscuro tramo del camino se convirtieron las mágicas ilusiones en opacas realidades; en qué gris momento comencé a caminar, encadenada, arrastrando precipicios, a la deriva con los días, con las noches, las madrugadas, prisionera de los espacios donde la vida camina desvestida de inocencia. En este tiempo necesito reencontrarme con el niño oculto en mi interior. Frente a mí, unos chicos de corta edad hablaban entre ellos. Sus miradas, sus gestos exagerados y las risas que parecían explotarles en los labios, atrajeron mi atención. De sus mochilas les vi extraer unas cartas adornadas con motivos navideños. Al pasar junto a mí, llevada por la intuición, les comenté: -Para los Reyes Magos, seguro... -No, para Papa Noel. Me contestó uno de ellos; el otro chico continuó diciendo: -Pero..., a los Reyes Magos también les hemos escrito. Sin decir nada más, ambos salieron corriendo. Pude ver en sus ojos mis ojos de antaño; los mismos que me retornan a las calles de mis primeros pasos; y los que entrego a la alta y desnuda línea del horizonte, a la sinuosa corriente, a las miradas que miran de frente, generosas, sinceras; también, al fiero oleaje de las frías mareas...

 

En este cálido atardecer de diciembre siento, al fondear en la savia de mi cuerpo, su espíritu; quizá, aún, no sea náufrago a la deriva en este mar de soledades. En esta tarde abierta a la mirada en mágica sinfonía multicolor, no hay nubes que crucen sin mirar ni sol que delire. A pesar del silencio de su voz, de mi olvido involuntario, mi alma sostiene, sin yo saberlo, aun en tiempo de invierno frío mecido al sol del sur, con el esperanzado aliento precursor de aquella tierna primavera.

 

Publicado en el Semanario Granada Costa el 06 de enero de 2003.